Ella
se sabe todas las canciones incluso antes de que sean compuestas. Le fue
concedido el don o la maldición de la anticipación musical. Un tío suyo que
trabaja en no sé qué universidad americana le sugirió que se sometiera a un
estudio de ADN. Pero ella sabe que sería inútil, que podrían abrir sus
cromosomas como pastelillos rellenos y lamer todo su interior genético y
volverlos a rellenar con otro tipo de crema diferente y dárselo a probar a toda
la comunidad científica. Lo suyo no era herencia ni mutación.
Ella
se sabe todas las canciones. En los conciertos, cuando se estrenan las
canciones, solo ella canta todos los estribillos, incluso los más difíciles,
los menos evidentes, los que no riman, los que se construyen a base de imagenes
inesperadas para todos. Menos para ella. Que se sabe todas las canciones.
Empezó
a saberse todas las canciones a los seis años y medio, después de presenciar,
escondida debajo de la mesa, una discusión entre sus padres. Ellos jamás
levantaban la voz cuando discutían. Se miraban con ojos locos y sangrientos, se
colocaban cada uno en un lado de la habitación, subían el volumen de la música
al máximo y se lanzaban los vinilos el uno al otro.
No
recuerda sobre qué discutían pero los discos volaban como frisbis fuera de
control. La habitación estaba llena de figuritas de gatos de cerámica. Hubiera
sido fácil hacerse daño con un buen golpe de gato lanzado con estusiasmo
furioso. Pero no. Volaban discos fuera de sus fundas.
Entonces
sucedió algo extraordinario...
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