Nos llegan noticias estos últimos días sobre la decisión de Philip Roth de dejar de escribir. Poco días después el húngaro Imre Kertész también dice que se jubila de escritor. Que ya son mayores, que están cansados, que ya no tienen nada que contarnos. Sin ninguna intención de cuestionar decisiones ajenas-sólo faltaba-nos quedamos perplejos y discutimos, en el buen sentido de la palabra, sobre esta idea de darle pasaporte a la musa. Tenemos motivos para entenderlos, al señor Roth y al señor Kertész. A veces la musa es digna de ser insultada en diferentes idiomas. Por caprichosa. Por vulnerable. Por malcriada. Después hacemos las paces con ella preguntándonos si no se habrá roto para siempre la confianza entre nosotros. Si podemos volver a empezar donde nos quedamos ya que el principio queda tan lejos que ya no vale la pena ni como viaje de reconciliación.
Preparamos más café mientras seguimos discutiendo sobre escritores que dejan de escribir. Pero nos recordamos mutuamente que ni Roth ni Kertész han justificado su decisión poniendo como excusa incompatibilidad de caracteres con la musa. Son otras cosas. Lo sabemos. No sabemos si los entendemos. Pero no importa. Hay quien deja de arreglar lavadoras. Hay quien deja de corregir exámenes. Hay quien deja de escribir. Como oficio. Como artesanía. Como manera de vivir. Sí?
Con más cafeína de la que nos podemos permitir en el cuerpo y sabiendo que la noche será larga nos preguntamos qué pasa cuando las historias llaman a la puerta con la insistencia de los profetas del fin del mundo. Cuando las palabras se estampan contra las ventanas como palomas suicidas intentando entrar en casa y dejando un reguero de tinta sangrienta en los cristales. Cuando hay personajes insistentes como amantes incombustibles reclamando un minuto de atención. Cuando hay metáforas que se pegan llorosas como insectos amazónicos a nuestra piel y no nos quieren soltar.
¿Cómo se les dice que no pueden entrar en casa?