VIRGINIA WOOLF (1882-1941) |
El 46 de Gordon Square, en Londres, no existe en realidad. Cosas de la guerra. Pero seguimos imaginando las habitaciones pintadas de blanco donde Virginia respiraba alegrías y tristezas, la ebullición de las palabras, la casa llena de ideas, gente entrando, saliendo, creando los vínculos que sólo saben tejer aquellos que tienen el alma llena de mundos improbables.
Virginia escribiendo, su hermana Vanessa pintando. Intentamos olvidar la tristeza de la casa de Hyde Park. La tristeza infinita de Virginia tras la muerte de su madre, hermosa modelo de pintores prerrafaelitas nacida en la India, la muerte de su hermana Stella, la muerte de su padre. Virginia adolescente rodeada de muertos. Acaricio distraída el roble japonés que adorna la plaza. Virginia juega a ser equilibrista en la delicada frontera entre la vida y la muerte. Escribo su nombre en mi lista de escritoras suicidas (Sylvia, Anne, Virginia ...) Vuelvo a leer las cartas de despedida a su hermana Vanessa y a su marido Leonard, No creo que dos personas hubieran podido ser más felices lo que lo hemos sido nosotros.
Virginia intentando captar cada detalle de la existencia, cada olor, cada sabor, cada salto de la conciencia, cada sueño tomando forma en su máquina de escribir, el flujo de las palabras por fin desatadas, salvajes, como el río de Sussex donde se suicidó, Virginia en el deshielo primaveral de principios de siglo, hablando sola, inventando monólogos oníricos, siendo feliz, sintiéndose desgraciada, Leonard a su lado, Virginia feliz, Virginia creando.
Los fantasmas de Bloomsbury me acompañan un rato hasta mi cafetería secreta. Ofrezco una sonrisa discreta a los ángeles de Swedenborg que insisten en explicarme historias increíbles. Ahora no. Hace frío y llueve. Hace 130 años que nació Virginia. Hay ángeles que pueden esperar.
Bajo un roble japonés.