VERSIÓ EN CATALÀ
Recuerdo la vida en El Cairo con cierto estupor, como si caminara en medio de una oscuridad que no tenía sentido. Llegué huyendo de la niebla y la niebla me persiguió hasta el desierto. Me alimentaba a base de zumo de mango, falafel y recuerdos. Nunca hice un crucero por el Nilo en un barco lleno de turistas pero guardo en la memoria las tardes sin zapatos en Al-Azhar, buscando sombra y calma en la ciudad infernal mientras descifraba libros escritos con patitas de mosca.
Recuerdo la vida en El Cairo con cierto estupor, como si caminara en medio de una oscuridad que no tenía sentido. Llegué huyendo de la niebla y la niebla me persiguió hasta el desierto. Me alimentaba a base de zumo de mango, falafel y recuerdos. Nunca hice un crucero por el Nilo en un barco lleno de turistas pero guardo en la memoria las tardes sin zapatos en Al-Azhar, buscando sombra y calma en la ciudad infernal mientras descifraba libros escritos con patitas de mosca.
Llegué a ser tan
infeliz en aquella ciudad como largo era el camino que me separaba de
Alejandría y el mar. 200 kilómetros que recorría sonámbula. Apenas recuerdo el
paisaje. Solo la necesidad de
huir que me acompañaba en todo momento, el olor a menta, a autobús sucio, a
mar. Odié tanto El Cairo como llegué a idealizar Alejandría y sus ángeles
coptos.
Peregriné sonámbula al Sinaí. Los israelitas pasaron
cuarenta años en el desierto pero yo pasé ocho horas con fiebre en un autobús deseando
que se abrieran todas las fronteras de mis delirios. Creo que me adoptaron unos
pastores beduinos y me alimenté con queso y karkadé, esquivé camellos
enfadados, fui visitada por los fantasmas que pensaba que había dejado en El
Cairo, conseguí subir los tres mil escalones que separaban el monasterio de
Santa Catalina de la cima de la montaña de Moisés. Vi salir el sol, me senté a
los pies de una cruz de madera, cerré todas las fronteras. Dejé la mitad de mi
memoria entre los muros de aquel monasterio. No entendí nada. Continué
sonámbula hasta que conseguí volver al Cairo. A menudo me sorprenden destellos
de belleza lejana entre los pliegues de una herida mal curada. Solo recuerdo
las estrellas y un hombre que me hablaba en griego antes de regresar al Cairo.
Buscando la cueva donde la Sagrada Familia se había refugiado
en su huida a Egipto, descubrí una librería que olía a canela y papel. El
librero llevaba la cruz tatuada en la muñeca como la mayoría de los hombres que
me crucé en el barrio copto, blanco, dorado, sucio y hermoso. Me explicó que la
Virgen se aparecía en una iglesia cercana pero que él nunca la había visto. Le
pedí una Biblia en árabe y tardó mucho rato en encontrarla. Todo el rato que
estuve bebiendo el té que me ofreció. Me dijo que estaba muy contento de
venderme aquella Biblia, que estaba seguro de que nos iba a traer suerte a los
dos y que volviera otro día a beber más té.
Si Dios quiere.
Si Dios quiere.
Tres días después escapé del Cairo.
Lo dejé todo allí.