En la mayoría de las ciudades donde acostumbro a perderme voluntariamente hay una calle que sólo conozco yo.
A pesar de todo aparece en los mapas. Pero sólo yo la conozco de verdad. Conozco su auténtico nombre y las múltiples grietas temporales que conforman su paradigma.
A menudo resulta difícil andar por estas calles sin tropezar con personajes infinitos, coloreados, redondeados, amorosos, que nos ofrecen productos típicos de la ciudad a cambio de poder compartir con nosotros un rato de su tiempo petrificado. El secreto está en no tener prisa. Qué puede haber más importante que dejar que el alma resbale por calles de nombre impronunciable? qué importa perder el avión o perder la cabeza? y sobre todo, qué importa perder el tiempo si se trata de empaparse de historias antiguas y futuras y elevarse un poco, milagrosamente, sin saber cómo, sin que importe, para discernir cuál es la mejor.
En cada ciudad hay una calle imposible, a veces improbable. Está en los mapas pero no la reconoce casi nadie. En estas calles están las mejores cafeterías, con las mejores magdalenas y otras cosas de desayunar y merendar.
El secreto está en no tener prisa.
Y en que no te importe hacer un avión con tu mapa inútil y enviarlo volando ve a saber dónde.