No encontraremos nunca un motivo para no volver.
Levantar la vista al cielo cuando sale el sol, sorprendidos, como delante de lo imposible, y formar parte del drama cotidiano de no saber si hoy lloverá sólo o lloverá mucho.
Los cuadros que nos definen más allá de la historia que intuimos. Las verdades que no sabremos nunca. La mirada triste, el dolor de la belleza. Lady of Shalott, en la Tate Britain, hada maldita, mirando el mundo a través del espejo que buscamos siempre cuando volvemos a Londres. Sólo por ti, volveríamos.
Atravesar el espejo. Loca partida de ajedrez contra nosotros mismos. Esquivar todas las momias del British Museum hasta llegar al espejo de obsidiana a través del cual el alquimista de la reina Isabel, John Dee, hablaba con los ángeles.
¿Encontraremos el espejo definitivo? ¿El truco de magia que por fin no será un truco?
Mientras hay un pintor ruso que nos espera en Camden. Guarda sus dibujos dentro de una nevera y nos cuenta historias de árboles mágicos.
Mientras, está la música, como una religión politeísta que sobrevive más allá del tiempo y de los templos. Si no escuchas la música cuando caminas por esta ciudad es que el frío te ha matado. Si es así, marcha, debes marchar. Yo me quedaré aquí, respirando por ti.
¿Recuerdas cuando la libertad era entrar en todas las librerías de Charing Cross?
El peor café del mundo, la película que algún día acabaremos de ver.
El cuento que algún día acabaremos de escribir.
Tatuarnos 1666 en la espalda con una frase que diga: Yo sobreviví al Gran Incendio.
El lugar más bonito de Londres está al otro lado del espejo que seguimos buscando en todos los anticuarios de Portobello.
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