Paseamos por Hyde Park como si fuera nuestro. Hay una paz furiosa en el aire. Me sirve para recordar de donde vengo y que todo se rompe.
Que la belleza
era encontrarte cada tarde en la puerta de la casa donde se suicidó
Sylvia Plath.
Que el caos es volver a encontrarnos como quien no
espera nada años después. Y que no necesites saber de dónde vengo
ni por qué no he sabido distinguir el color verde hasta que no he
vuelto contigo a Hyde Park.
Me preguntas cómo era la vida en
Jamaliyya y me parece imposible este sol inglés. Gamaliyya. Te
corrijo la pronunciación a la manera egipcia sin darme cuenta. Aquel
acento pegado en mi garganta como un trofeo o una herida. La vida era
como el café espeso del desayuno, el reflejo infinito de los espejos
del Fishawi. El amor duraba lo que duraba cruzar los puentes de
Zamalek. La vida no era una sino mil y una. Me reclamaban ciudades
eternas y circulares. Bagdad. Jerusalén ... Tengo pesadillas de
fronteras incendiadas y siempre lloro.
Volví porque sabía
que estarías esperándome en la puerta de la casa donde se suicidó
Sylvia Plath.
No me preguntes cómo era la vida en
Jamaliyya.
Todavía no.
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