miércoles, 18 de mayo de 2016

POSTAL DE JERUSALÉN (I)

VERSIÓ EN CATALÀ

Decidimos dejar de querernos en la Puerta de Damasco.

Había muchos soldados, mujeres vendiendo verdura, turistas, niños ofreciéndonos dulces de almendra y miel. Yo jugaba a volver a casa y tú a tocar con la punta del pie las líneas invisibles del armisticio. Nuestras propias líneas verdes dibujando una paz de mentira. Comprabas tamarindos a un hombre vestido de rojo y me los ofrecías como si fueran un tesoro o el momento de pedir perdón.

Tu casa olía a misa armenia y no te importaba tener que esperarme cada vez que me perdía. Me dibujabas en un papel mapas de colores con flechas, estrellas, cruces, lunas… Estabas seguro de que un día llegaría puntual para cenar. Pero se me iban las horas acariciando piedras y dejando mensajes secretos en capillas de iglesias donde sabía que jamás entrarías.

Jerusalén era el principio de todas las historias que me inventaba al ponerse el sol. La Puerta de Jaffa, la Puerta de los Leones, la Puerta del Estiércol, la Puerta de Herodes… En cada puerta dejé un mensaje escondido. En cada fuente. En cada templo. Allí deben seguir, esperando que alguien los descifre.

Decidimos dejar de querernos en la Puerta de Damasco.

Fuimos tan civilizados como jamás lo ha sido nadie mientras la puesta de sol convertía Jerusalén en los restos de un futuro imposible. Desde entonces odio los tamarindos y busco ángeles sin nombre en todas las iglesias del mundo.

lunes, 29 de febrero de 2016

RECUERDOS DE EGIPTO Y UNA BIBLIA EN ÁRABE

VERSIÓ EN CATALÀ

Recuerdo la vida en El Cairo con cierto estupor, como si caminara en medio de una oscuridad que no tenía sentido. Llegué huyendo de la niebla y la niebla me persiguió hasta el desierto. Me alimentaba a base de zumo de mango, falafel y recuerdos. Nunca hice un crucero por el Nilo en un barco lleno de turistas pero guardo en la memoria las tardes sin zapatos en Al-Azhar, buscando sombra y calma en la ciudad infernal mientras descifraba libros escritos con patitas de mosca.

Llegué a ser tan infeliz en aquella ciudad como largo era el camino que me separaba de Alejandría y el mar. 200 kilómetros que recorría sonámbula. Apenas recuerdo el paisaje. Solo la necesidad de huir que me acompañaba en todo momento, el olor a menta, a autobús sucio, a mar. Odié tanto El Cairo como llegué a idealizar Alejandría y sus ángeles coptos.

Peregriné sonámbula al Sinaí. Los israelitas pasaron cuarenta años en el desierto pero yo pasé ocho horas con fiebre en un autobús deseando que se abrieran todas las fronteras de mis delirios. Creo que me adoptaron unos pastores beduinos y me alimenté con queso y karkadé, esquivé camellos enfadados, fui visitada por los fantasmas que pensaba que había dejado en El Cairo, conseguí subir los tres mil escalones que separaban el monasterio de Santa Catalina de la cima de la montaña de Moisés. Vi salir el sol, me senté a los pies de una cruz de madera, cerré todas las fronteras. Dejé la mitad de mi memoria entre los muros de aquel monasterio. No entendí nada. Continué sonámbula hasta que conseguí volver al Cairo. A menudo me sorprenden destellos de belleza lejana entre los pliegues de una herida mal curada. Solo recuerdo las estrellas y un hombre que me hablaba en griego antes de regresar al Cairo.

Buscando la cueva donde la Sagrada Familia se había refugiado en su huida a Egipto, descubrí una librería que olía a canela y papel. El librero llevaba la cruz tatuada en la muñeca como la mayoría de los hombres que me crucé en el barrio copto, blanco, dorado, sucio y hermoso. Me explicó que la Virgen se aparecía en una iglesia cercana pero que él nunca la había visto. Le pedí una Biblia en árabe y tardó mucho rato en encontrarla. Todo el rato que estuve bebiendo el té que me ofreció. Me dijo que estaba muy contento de venderme aquella Biblia, que estaba seguro de que nos iba a traer suerte a los dos y que volviera otro día a beber más té.

Si Dios quiere.
Si Dios quiere. 


Tres días después escapé del Cairo.

Lo dejé todo allí.