Había muchos soldados, mujeres vendiendo verdura, turistas,
niños ofreciéndonos dulces de almendra y miel. Yo jugaba a volver a casa y tú a
tocar con la punta del pie las líneas invisibles del armisticio. Nuestras propias líneas verdes dibujando una paz de mentira. Comprabas tamarindos a un hombre vestido de rojo y me los
ofrecías como si fueran un tesoro o el momento de pedir perdón.
Tu casa olía a misa armenia y no te importaba tener que
esperarme cada vez que me perdía. Me dibujabas en un papel mapas de colores con
flechas, estrellas, cruces, lunas… Estabas seguro de que un día llegaría puntual
para cenar. Pero se me iban las horas acariciando piedras y dejando mensajes
secretos en capillas de iglesias donde sabía que jamás entrarías.
Jerusalén era el principio de todas las historias que me
inventaba al ponerse el sol. La Puerta de Jaffa, la Puerta de los Leones, la
Puerta del Estiércol, la Puerta de Herodes… En cada puerta dejé un mensaje
escondido. En cada fuente. En cada templo. Allí deben seguir, esperando que
alguien los descifre.
Decidimos dejar de querernos en la Puerta de Damasco.
Fuimos tan civilizados como jamás lo ha sido nadie mientras
la puesta de sol convertía Jerusalén en los restos de un futuro imposible.
Desde entonces odio los tamarindos y busco ángeles sin nombre en todas las
iglesias del mundo.
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