Mi mente urbana intenta dibujar una montaña efímera al ritmo de las imágenes sobrecogedoras, de belleza extraordinaria, intensas y luminosas, que nos ofrece Joan de la Vega en su libro La montaña efímera (Paralelo Sur Ediciones). El hecho de imaginar una montaña efímera, como una flor que dura poco, ya resulta interesante. Todo es efímero en este diálogo de armonías sutiles que desglosa un credo tan personal como universal (Aún creo en la estrella fugaz que lima, en su intermitencia, la mirada). El poeta se funde con la inmensidad del paisaje, entre astros que explotan, tormentas, flores, la nieve y los glaciares, pájaros majestuosos, las piedras eternas que testimonian la ascensión de todo aquel que busca contemplar(se) desde la cima (Aún creo en el terror de las alturas)
Subir esta montaña, en la primera parte del libro, La última cima, es como recitar una oración a divinidades antiguas. Cada árbol es un templo, cada roca un altar, cada paso un momento de comunión con el paisaje, un verso más del credo que da origen a esta espiritualidad. O que nos la recuerda, nos la recupera(Aún creo en el árbol que espejea el silencio del camino) La segunda parte, Lugar del amor, es un paisaje con nombres propios, nombres de la Vall d'Incles que parecen exorcizar los demonios de las llanuras. Casi parece que hay pesadillas que no pueden resistir según qué horizontes y acaban por disolverse en las aguas puras y frescas de un lago, en el silencio, en la nada de la montaña que es el todo cósmico, en definitiva. La montaña efímera es sobre todo un libro de increíble belleza, de metáforas llenas de significado que arañan sin piedad (por fin!)la necesidad personalísima de esta lectora en la búsqueda del poema en carne viva.
Quién lo iba a decir, que un alma querida y decididamente urbana como la mía acabaría dibujando montañas como flores en hojas de árboles.
Desde la soledad de la ciudad hasta la soledad de las montañas.
Y en medio todo lo que es efímero.
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